Teoría del cuerpo enamorado, Michel Onfray, y Eros, Anne Carson.
Dos títulos, dos ensayos, dos fragmentos que dialogan
y cruzan la mirada:

La palabra griega eros denota «necesidad», «carencia», «deseo por lo que falta». El que ama desea lo que no tiene. Es por definición imposible para él tener lo que desea si, tan pronto como lo posee, ya no lo desea. El hambre es la analogía elegida por Simone Weil para este acertijo: Todos los deseos resultan igual de contradictorios que el de alimentarse. Querer que aquel al que amo me amara a mí. Pero si se me entrega totalmente entonces deja de existir, y yo dejo de amarle. Mientras que si no se me entrega totalmente es que no me ama lo suficiente. Hambre y saciedad. (Simone Weil: La gravedad y la gracia). ¿Quién desea acaso lo que no ha desaparecido? Nadie. Los griegos tuvieron esto muy claro. Inventaron a Eros para expresarlo. La exégesis cuenta con tres ángulos: el amante mismo, el amado, el amante vuelto a definir como incompleto sin el amado. Pero esta trigonometría es un truco: el siguiente movimiento del que ama es derrumbar el triángulo, convertirlo en una figura fe dos lados y tratar esos dos lados como si fuesen un círculo. «Al ver mi vacío, conozco mi todo», se dice a sí mismo. El que no ama elude el deseo mediante una tacañería funesta. Pesa sus emociones como un avaro su oro. No hay riesgo vinculado a su transacción con Eros porque no invierte en el único momento abierto al riesgo, el momento en que comienza el deseo, el ahora: ahora es el momento en que estalla el cambio. El que no ama declina el cambio, tan exitosamente como las cigarras, encerrado en un caparazón de sophrosyne. (Eros. Poética del deseo, Anne Carson. Traducción de Inmaculada C. Pérez Parra, Editorial Dioptrías 2015).

Aristófanes es culpable de asociar deseo y falta porque su lectura implica una definición del amor como búsqueda cuando no hay nada que encontrar. Devotos de su enseñanza, los sujetos se pierden en el deseo de un objeto inencontrable porque inexistente, fantasmagórico, mítico. Dado su carácter ficticio, la mitad perdida no se reencuentra jamás. Sea como sea, la concepción del amor en Occidente procede del platonismo y de sus metamorfosis en los dos mil años de nuestra civilización judeocristiana. La naturaleza actual de las relaciones entre los sexos presupone históricamente el triunfo de una concepción y el fracaso de otra: éxito integral del platonismo, cristianizado y sostenido por la omnipotencia de la Iglesia católica durante casi veinte siglos, y retroceso importante de la tradición materialista —tanto democrítea y epicúrea como cínica y cirenaica, tanto hedonista como eudemonista. Los Padres de la Iglesia aprovecharon la teoría del doble amor para desacreditar la opción humana, sexual y sexuada. Este trabajo de reescritura de la filosofía griega para hacerla entrar en el marco cristiano atareó a los pensadores durante catorce siglos, en cuyo curso pusieron desvergonzadamente la filosofía al servicio de la teología. De manera que teologizaron la cuestión del amor para desviarla a los terrenos espiritualistas y religiosos, condenando al Eros en provecho del Ágape, fustigando a los cuerpos, maltratándolos, aborreciéndolos, castigándolos, haciéndoles daño y martirizándolos con cilicio, infligiéndoles la disciplina, la mortificación y la penitencia. Y se inventa la castidad, la virginidad y, en su defecto, el matrimonio, esa siniestra máquina de fabricar ángeles (Teoría del cuerpo enamorado. Por una erótica solar, Michel Onfray. Traducción de Ximo Brotons, Pre–Textos 2008).

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Cruzar la mirada: Onfray / Carson

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